Paisaje ártico

El bosque era un infinito manto de nieve. El color blanco inundaba el lugar, incluyendo a los árboles que se veían como figuritas de chocolate recubiertas de azúcar. Ver aquel paisaje desde el interior de la cabaña era muy reconfortante, con la mirada perdida en ese océano de blancura mientras el fuego crepitaba en la chimenea. Sin embargo, ir al exterior de la cabaña era otra historia, pues se trataba de un paisaje de belleza sorprendente pero de frío implacable.

La nieve se escurría como arena entre nuestros dedos, a la vez que nos llegaba hasta las rodillas y nos dificultaba cada paso. A pesar de las gruesas chaquetas que usábamos, dolorosas punzadas como de agujas heladas nos perforaban la piel cuando el viento helado conseguía insertarse por cualquier resquicio de nuestra ropa. La nieve, al caer, nos acariciaba el rostro y nos dejaba un beso de rastro gélido en las mejillas. Al cabo de un rato afuera, se hacía un poco difícil respirar; el aire helado provocaba un ligero ardor la nariz que nos hacía preguntarnos si habíamos hecho lo correcto al dejar la cabaña.

La respuesta estaba por manifestarse momentos más tarde: una brillante luz pasó cortando el oscuro cielo nocturno con alegre ligereza. Un leve color verde se materializó poco a poco y los ligeros movimientos en el cielo nos hacían imaginar las vibraciones de una música que no conseguíamos escuchar. La aurora boreal, verde y rosa, silenciosa y a la vez musical, danzaba sobre nuestras cabezas. Un espectáculo por el que valía aguantar -20ºC mientras nuestros pensamientos se perdían entre las danzantes luces.

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